Una fábula sobre la disciplina

Nora de la Cruz
2 min readOct 9, 2020

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Si alguien se asoma a la primera página de mi agenda 2020 encontrará una lista breve de propósitos. Ninguno es descabellado: hacer ejercicio, estudiar francés, practicar guitarra, escribir. Escribir cuatro horas a la semana. Escribir. Pienso en los días en los que ese era mi único deseo y todo estaba en contra: la escuela, el trabajo, la falta de tiempo en general. De todos me escapé: mantenía blogs, reseñaba, terminé dos libros -cortos, pero ahí están. Y desde hace dos años se extiende ante mí ese tiempo que tanto pedía: horas y horas completas para que las llene de lo que yo quiera. ¿Cómo es posible, entonces, que uno de mis propósitos sea ‘escribir’, que tenga que ponerlo en una lista de mandamientos y vigilar en mi agenda semana a semana si estoy cumpliendo con él? (Que, por cierto, la respuesta es no: esa vigilancia me permite saber que la última vez que escribí algo fue hace al menos dos meses).

¿Y qué hago con ese tiempo? Correr. Trabajar de vez en cuando. Un canal de youtube. Leer. Perder horas en internet. Mientras tanto, hay cuatro proyectos en línea, algunos muy definidos, otros apenas dibujados, todos esperan y se estorban entre sí y cuando por accidente me acerco a ellos no sé por dónde empezar o continuar. Entonces llega la triste revelación: que ninguno de los tesoros fantasmales salva. Puedes tener el impulso, puedes tener la intuición, puedes incluso tener cierta técnica (o lo que otros llaman talento), pero lo único que produce páginas es la disciplina.

Y ahora, ¿por dónde empezar? Quisiera saberlo. De lejos veo cómo se salvaron todas las hormigas afanosas que construyeron horarios y hábitos. Yo formé mi memoria de malas prácticas: escribir a deshoras, cuando el trabajo había terminado, escribir todo de un tirón cuando había tiempo que aprovechar, rumiar una idea durante días como preparación para ese sprint. Ahora nada de eso tiene sentido: no sé escribir en la calma, ni en la rutina, ni sé acomodarme a los relojes de la cordura. Me falta la necesidad. Me falta escribir como fugitiva. Igual nada de eso iba a salvarme porque esa manera de vivir produce textos asfixiados, cortos, febles. Quiero la profundidad pero me falta el aire. Y cuando comienzo, de cualquier forma, todo me parece pequeño aunque no lo sea: el tiempo, el espacio, la página. No sé estar como la gente. No sé estar. En el mar de la normalidad me ahogaré sin ruido.

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